Plegó
las patas, al acecho. Alzando la cabeza oteó el aire, husmeó el
viento: olía a presa segura. Ah, sí, allí, perfilado en el
horizonte, tembloroso por la intuición del peligro, se erguía el
cervatillo. Al verlo se encogió y reptó con la seguridad del
depredador. Mientras saltaba intentó un rugido victorioso. Le salió
un chirrido que no asustaría ni a una anciana. El salto fue de cinco
centímetros. Su compañera lo miró con lástima. No había caso:
aquel grillo, más loco que una cabra, se empeñaba en creerse león.
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