Heliodoro,
el último bibliotecario, fue conducido ante la tienda negra,
plantada en el jardín de lo que fuera el Palacio de Alejandría. Al
poco vislumbró la silueta baja y rechoncha de Omar.
Entonces
comprendió que nada de lo que pudiera decir sobre la Biblioteca de
Alejandría conmovería a aquel hombre. Estaba pues, resuelto a
quemarla. Con todo, aventuró:
-Señor,
si le echáis un vistazo tal vez encontréis vos una razón para
conservarla. si no, todo lo que yo diga no servirá para salvarla, y
haréis lo que tengáis determinado.
-¿Y
qué crees tú que tengo yo determinado?
-Incendiarla,
señor.
-Explícame
por qué no debería hacerlo -insistió-. Si tus libros dicen lo
mismo que el Corán, entonces son superfluos por redundantes; pero si
lo contradicen, son perniciosos y blasfemos. ¿Por qué no debería
quemarlos?
-Tal
vez el porvenir no piense como vos.
Omitió
toda una vida de dedicación, las emociones que atesoraban para él
los legajos; el encanto de las salas, las baldosas, las fuentes; los
recoletos escondrijos, llenos de frescor y penumbra, donde se
albergaban los rollos y, cada atardecer, entraba el canto
intermitente de los pájaros.
-Solo
Alah es sabio, pero puesto que amas tanto tu biblioteca, vete con
ella a ese porvenir.
Poco
después (el papiro y la laca ardían con facilidad) las llamas
lamían el cielo aparentemente impasible, y la Biblioteca quedaba
reducida a escombros.
La llave dorada, 2014.
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